No ha quedado más que la
madreselva, esconde entre los brotes el mutismo y el sigilo de imaginar que la madrugada
brotará con la canícula de los candiles. Se estira tanto que los ángulos se
llenan de escasas redondeces donde guarecer lo cauto.
Decir que aflige el
destierro es no descubrir el adjetivo para ataviar los milímetros desvalidos
que arrastra el tiempo con sus cadenas invisibles.
La madreselva desprende
savia, su lozanía y su razón loca entierra el hueco que parece menguar en los
sueños, donde el crepúsculo no tiene piernas ni cuerpo, y el roce es un choque
inexorable de verdad e inquietud.
Decir que hoy muere el tiempo
es desnudar al segundo para componer harapos de horas mortecinas y perennes.
Sin la madreselva lo
eterno es un disfraz que arrastra y
pesa. Sigue creciendo entre las rocas, sobre la espuma del ayer, entre las
aguas que bañan el tronco; rompen el dolor en constantes cristales perpetuos,
en los montes de arcilla y ríos, sobre los senderos ocultos de barro hinca las
raíces y pierdes la conciencia, la cordura.
He tenido que salir del mundo por miedo a
caerme de los deseos y morir en la peor de las pesadillas; que el desierto crezca en la palma de mi mano
y las dunas cubran con su velo arenoso las redondeces, los minutos, los
riachuelos y la Luna sea tan sólo un grano más de esa arena que me deja ciega.
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