Marcelina quiso siempre
recordar. Quiso extender su memoria como aquella gruesa manta que su abuela
Francisca utilizaba para cubrirla. Ahora ya era mayor. Se sentaba en la butaca
desgastada a leer sus novelas que la ayudaban a olvidar.
Allí hace treinta años
comenzó una de sus lecturas, esas que su principio no parecía tener fin, y
comienzas a leer y leer para llegar al final y te das cuenta que no hay letras
suficientes.
Marcelina desde niña tenía
un sueño, esos sueños transparentes que luego se rompen con tan sólo tocarlos.
Siempre recordó su sueño.
Sus manos ya temblaban
sujetando las amarillentas hojas. Aquella novela la había empezado hace muchos
años, y nunca había llegado al final. La daba miedo, escalofríos y en muchas
ocasiones cerró el libro de golpe, llevando la vista a otro lado.
Allí sentada se
transfiguraba en su juventud y recordaba a Aurelio, como la buscaba con su
ansia característica por las calles del pueblo. Aurelio era alto, fuerte, de
una familia muy humilde, campechano, trabajador, en ocasiones solitario, pero
sobre todo era bueno. Lo más importante de todo era, que ella lo quería.
Siempre que Marcelina veía
a Aurelio, su madre la decía:
-
muchacha,
ese joven te causa sofoco, es mejor que no lo veas.
Así eran los días,
segundos inevitablemente largos, donde el tiempo se pegaba sino veía pasar a
Aurelio por las calles, con sus manos morenas y su soledad haciéndole compañía.
Aquellas manos con las que soñaba todas las noches, apoyando su cabeza en la
almohada y las ganas de amarle susurrándole al oído.
Marcelina empujaba sus
deseos hacia otro lado y todos los días se repetía lo mismo, “qué difícil es
amar, y cuánto duele”. Nunca pensó que ese sentimiento la duraría toda la vida.
Pasaba poco a poco las
hojas de aquella vieja novela que había comenzado a leer hacía mucho tiempo. La
recordó la fiesta con Aurelio, aquella fiesta local que se celebraba todos los
años el mismo día, el catorce de Julio. Esa fiesta donde la besó en la frente y
la dijo que el día tenía sentido si pensaba en ella. Desde aquel entonces
buscaba sentido a todos sus días y cuando no era capaz de encontrarlo escribía
en la corteza de cualquier árbol el
nombre de Aurelio. Esto la servía para darse cuenta de donde estaba.
Ese catorce de Julio hacia
mucho calor. Ella llevaba un sencillo vestido blanco por debajo de la rodilla,
con un detalle de puntilla que dejaba entrever el color rosado de su piel.
Aurelio una camisa azul apagada con pantalón gris ceniza. Nunca lo podría
olvidar. Lo grabó en su memoria mil veces, repitiéndose a sí misma que nunca
dejaría pasar ese momento.
Así fue, lo escribió en
uno de los capítulos de su vida, como uno de los mejores días para recordar.
Alzó la mirada y se vio
sentada en la butaca de siempre. Las paredes parecían más pequeñas y el tiempo
había volado, se dio cuenta por sus manos rugosas. Ya era anciana. La quedaba
poco para terminar la novela y palpaba con mucha suavidad aquellas páginas
arrugadas donde se sentía bien, donde sabía que tenía mucho que leer, donde el
capítulo final la daba miedo.
Cerraba los ojos y el
viento suave del atardecer rozaba uno de sus mechones blanquecinos, se sentía
joven. Recordó el día de su boda con Aurelio, aquel estupendo banquete de
lentejas con chorizo, donde todos comían y nadie era capaz de hablar, como las
horas parecían interminables y nadie se levantaba de las sillas y su ansia
parecía estallar en un sencillo suspiro de ganas porque todos se fueran y la
dejasen morir de ganas entre los brazos morenos de Aurelio.
Recordó la primera noche,
recordó como puso en remojo el recuerdo para que no se secase en su memoria y
nadie lo estropease. Recordó como se deshizo en mil pedazos cuando Aurelio la
susurró al oído algo que guardó para ella como el mayor tesoro. Recordó
perderse entre la piel de Aurelio, sentirse ligera, y tocar sus sueños con sus
labios húmedos. Recordó como sudó de ganas y entre las sombras de una vela muy
bien encendida perderse en la silueta desnuda, amarrada a Aurelio, donde se
perdieron los dos en un mundo que les costó mucho regresar.
Marcelina lo guardó todo
en su memoria y lo recopilaba en capítulos para sentirse orientada y segura de
donde estaba. El tiempo la exigía rapidez, algo que ella no tenía.
Cerró su novela de golpe,
la quedaba poco para el final, pero era algo que todavía no podía leer. Esa
novela todavía no tenía fin. Ella era la protagonista de aquellas amarillentas
hojas que la hicieron sentir tan feliz en tantas ocasiones. Su historia se
estaba haciendo. Aurelio formaba parte de aquellos capítulos de amor tan bien
recordados, donde toda su vida giraba en torno suyo.
El final quedaba por ver.
Abrió el libro por las últimas páginas, estaban en blanco. Se acercó las
páginas al rostro, olían a Aurelio. Con mucho esfuerzo se levantó de su butaca
y apoyándose poco a poco en la mesa consiguió llegar a la alcoba. Todo estaba
como siempre, tal y como ella lo había dejado por la mañana. Su fotografía de
casada encima del cabecero, y su cómoda con los paños de ganchillo bien
planchados. La fotografía de Aurelio encima de su mesilla, con el mismo marco
de siempre, aquel que los regalaron cuando hicieron las bodas de plata.
Consiguió llegar a la
cama, con sus manos huesudas se agarró al colchón y poco a poco se vio tumbada
con la fotografía de Aurelio en su regazo, olía a hierba buena, azafrán y anís.
Olía a Aurelio.
Suspiró.
Recordó a sus hijos, con
pequeñas imágenes que su memoria dejaba salir en sus ojos. Este capítulo ya era
de otra novela, de otro libro, donde tenían sus propios capítulos, y sus
propios índices.
Aurelio dejó de ser
personaje en el capítulo número siete de su vida, de su novela amarillenta, con
dibujos de encaje. Hasta allí la vida la había dado todo. A partir de ese
momento se quedó sola par recordar y sola para vivir.
Se amarró fuertemente a la
fotografía como aquella noche de bodas lo hiciera a la piel de Aurelio. Cerró
los ojos, fue cuando se dio cuenta que el final de su novela se estaba
escribiendo.
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