Hay un niño que muere en el segundo que nos hartamos a
vivir. No tienen sombra, se la robó el buitre que va con esmoquin. Lleva una caracola en sus manos enhuesadas.
Escucha.
Llueve dentro de ella, son fantasmas burlándose y cayendo al
vacío de siete pisos de inconsciencia.
Huesos y alevosía.
Suena el mar en la mano inocente, ruge el hambre en las
entrañas. En los ladrillos del rico cuelgan geranios artificiales.
Ese niño me ha roto la mirada; muda, ciega y rota no consigo
coger mis pedazos de vergüenza.
Diminutos cadáveres alzan sus yemas a un Dios ciego.
Se ha muerto el mundo, el hombre que creí en él, era una
marioneta en venta.
Miseria, dolor, llanto y condena.
Escucha.
La locura me ha vuelto demente y ese niño anida en mi memoria,
caminaba sin jaulas, sin grilletes.
Llueve dentro de la caracola, donde el mar se ha detenido a
llorar y el niño come un pastel de lágrimas.
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