Era
que se era porque algo fue o por lo menos a mí me lo contaron así. Las
realidades se pueden describir de muchas formas, de tantas que es muy difícil
escoger la más adecuada. Ahora, después de todo estoy dispuesta a contar la
historia. Sí, esa historia que a cada uno de nosotros nos duele y nos escuece
cuando oímos relatar en voz alta. A mí me es indiferente, a mí me da igual
pensar que todo me escuece, nadie se muere de un escozor y mucho menos de una
añoranza. La nostalgia la puedes disfrazar con los trajes que quieras, hasta
tal punto que la puedes engañar y persuadir, y hacerla ver que el dolor se
encoge guardándose en lo más hondo. ¡Qué más da! Que ese dolor esté perenne si
aprendes a vivir con él. La nostalgia la puedes aparcar a la sombra de
cualquier árbol y allí mirarla detenidamente, esa es la nostalgia de cada uno,
la cual dejamos medio abandonada en cualquier camino, o cualquier sendero
dentro de la memoria. De eso nadie se muere, o por lo menos ningún medico pone
remedio a tal escozor. Sería, tan sólo necesario unos polvos milagrosos para
poder girar la vista hacia otro lado y olvidarte de esa añoranza que va
incubando dentro todo aquello que menos deseamos sentir. Pero como he dicho
antes, nadie se muere de eso, o por lo menos nos han enseñado a creerlo así, o
eso me he hecho creer a mí misma. ¡Qué más da! Esta historia tiene un principio
fácil de escribir, pero un final de esos que todavía ni la propia imaginación
se ha puesto a estudiar, porque no existe tal final.
El
viento corría veloz de un lado hacia otro, intentando quitarse de encima esa
humedad del ambiente que en tantas ocasiones le hacia estornudar. Las nubes se
tocaban entre ellas con delicadeza y perseguían a ese viento generoso que a
todos alguna vez nos ha despeinado y nos ha hecho caminar más despacio. Él
acostumbraba sentarse en una piedra, de forma de plancha metálica y allí como
el que no quiere la cosa, susurraba para su adentro aquel escozor tan grisáceo
que le hizo abandonar y huir, como el ser más cobarde que nadie se haya podido echar a la cara.
¡Qué más da! Que sea cobarde, con quién tienes que medir fuerzas o a quién se
tiene que demostrar que se es mejor que cualquier otro. Él podía ser cobarde,
haber huido y haber escurrido esa nostalgia, pero sobre todo era él mismo a
quien tenían que rendir cuentas. Todos los días transcurrían con la misma
tediosa armonía que habían comenzado y él sentado en la piedra daba de comer a
su añoranza, imaginando que así engordaría y terminaría por reventar y alejarse
de ella. ¡Qué más da!. Lo que pensara él. Lo cierto es que siempre llevaría la
misma sensación, el haber huido de algo que tal vez no tuvo que huir. Pero lo
cierto es que a mí me es indiferente. Paseaba todos los atardeceres por un
camino donde se alojaban cortadeiras con sus plumeros bailando, y donde el
espacio se reducía por su frondosidad. Daba cortos pasos levantando una ligera
capa de aire de polvo que disimulaba haber sido levantada, porque con la misma
naturalidad se volvía a poner en el suelo, se escondía y yacía de nuevo. Él
levantaba otra capa distinta de polvo y volvía a dar otro paso y otro y otro y
así sucesivamente y así caminaba sin prisas, dejando sus huellas a merced de
aquel que las quisiera seguir. Con las manos en los bolsillos y un pequeño
tallo de avena entre los labios, miraba y miraba de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha. Que puedo decir de él, sólo que recordaba el pasado con
amargura y encogía el entrecejo para poder traspasar la barrera del tiempo y
volver a vivir todo lo anterior, marcado por la pasión de no despertar jamás
del sueño de la realidad. De vez en cuando giraba la cabeza hacia atrás y
observando el camino pensaba que este era un arenal que desembocaba hacia el mar, y buscaba
las huellas de sus pies vagabundos. Se ponía a pensar en toda su existencia
pasada y en un instante organizaba sus huellas antes que el insaciable viento
pudiera con ellas. ¡Qué más da! Pensaba yo, que el viento o la lluvia o
simplemente los años arrastren sus huellas, daba lo mismo porque nadie iría a
verlas, porque ya nadie se acordaba de ellas.
Cuando
regresaba a casa acostumbraba a revisar sus cuadros. Sí, él era pintor, pintaba
cuadros de esos que sólo se reproducen en la memoria de cada uno. Cuadros
repletos de colores, con alegrías que en muchos casos no se podían sentir. Yo
me di cuenta que esos cuadros solamente los entendía él. Era un mundo secreto
donde nadie podíamos entrar, donde solamente él poseía la llave. Esos cuadros
donde más de una vez me impresionaron al verlos. Los disfrazaba con alegrías y
disimulando su poder de creación dejaba la tristeza danzando entre el marco de
cada uno de sus cuadros, entonces la garganta se me encogía y la carne de
gallina florecía como una roja amapola en primavera. ¡Qué más da! Pensaba yo,
nadie se muere de tristeza y mucho menos cuando está reflejada en un cuadro. Todo
su arte eran retratos, y cómo no retratos de la misma persona, aunque con
diferente gesto, con diferente mirada, en diferente momento. Reflejaba sus ojos
oscuros mirando hacia cualquier punto, daba igual cual, simplemente miraba. Yo
cuando los observaba me volvía bruscamente para averiguar hacia donde miraba
ella, que punto del espacio quiso recoger él en tan pocas pinceladas, que
instante o que sensación. Me enfadaba conmigo misma por no poder captarlo, pero
sin embargo en la mirada de aquella mujer parecía haber un abismo, un hueco, de
esos agujeros que temes introducir la mano porque tienes la impresión de que te
vas a quemar. ¿Le quemarían a ella los ojos? ¿La mirada? O quizás era el espacio
el que ardía. ¡Qué más da! Pensaba yo, da igual lo que arda. Estaba segura de
que nunca me dejaría la llave para introducirme en aquel mundo, entre ese
océano de colores y pinceladas. Nunca podría escurrirme por esos labios
encarnados y saber todos sus movimientos, nunca me dejaría tocar aquel lienzo
que parecía piel pegada en un cristal sin reflejos. Permanecía callada y
mirando con mi pupila allí. Pupila cambiante que mientras recorría esa casa
parecía estallar en silencios. Sin embargo permanecía deseosa que en cualquier
momento me brindase la oportunidad de saber, y sobre todo la oportunidad de
participar en tal caprichoso secreto. Estaba segura que en el fondo de todo
esto la verdad le hacia libre.
Yo
sin embargo, seguía pensando, nadie se muere de eso, nadie, si siquiera aquella
persona que desea hacerlo, porque si por un casual nos pudiésemos morir de eso,
el abandono de la raza humana sería total, tal total como un explosivo que
tiende a estallar y saltar por los aires. Nadie se muere de sentimientos por
muy puros que sean estos. Que tontería el pensar que a lo mejor, en un
supuesto, el corazón sería como esa bomba, ¿cuándo estallaría? Nunca. La
sociedad nos pondría otro,, bien de metal, bien de cerdo, pero muy por seguro
nos pondría otro, para seguir generando ganancias e hipocresías, para
permanecer, para ser fuerte, para salvar algo que ya está abandonado, hundido,
destruido, derrotado. Nadie se suicida por nada, tan sólo cuando su mente, su
pensamiento ha extraviado por error su orientación, pero nadie consciente se
quita la vida por nadie. Es demasiado cara, hemos consumido bastante de la
sociedad como para permitir irnos sin dejar beneficios a esta. ¡Qué absurdo!
Nadie se muere sin permiso social, sin pensar que la aprobación de los demás es
positiva. ¡Vaya que lastima, se ha muerto, pero cuántas cosas hizo, que buena
persona era! ¡Cuánto trabajó! Eso el trabajo, la producción, el consumo, la
locura, la sociedad errante aglomerada como una madera pesada, que nunca flota
porque le faltan muchas cualidades para salvarse de las aguas de la ironía.
Ni
siquiera el de corazón más blando adquiere la propiedad de fingir, de llorar
por alguien, de lamentarse, de ser antinatural. ¿Qué sería del hombre sin sus
costumbres sociales? Nada otro animal más en abandono, como un perro en periodo
estival, cuando camina por una carretera, con las orejas en alto esperando un
silbido que nunca llegará, y con la lengua fuera de pena y de vergüenza. Sí de
vergüenza por haber querido a alguien, a un dueño a cambio de un hueso de las
sobras del cocido. El hombre estaría igual o peor, porque nadie le daría un
hueso, ningún trozo de carne, sólo la evolución, que le llevaría a darse cuenta
de lo mucho que sabe y lo poco que entiende. Ese es el hombre racional e
inteligente. Ese es el hombre que dejó atrás las tribus, las chozas y la caza
con flechas para matarse lentamente en chozas de cemento y pilares. ¡Qué
inteligencia!
Eso
era lo que pensaba, pero que más da, si dentro de aquel gran secreto no me
dejaba introducirme, ni siquiera permanecer y existir como una simple pincelada
en cualquiera de sus cuadros. Incluso me hubiera conformado con ser una pobre
sombra de fondo, de aquellas sombras que muy pocos ojos aprecian pero que sin
embargo existen.
Los
días continuaban siendo tan singulares como necesarios. Muchas tardes era yo
quien con un pequeño tallo de avena simulaba ser él, entre las cortadeiras,
para imaginar todo aquel mundo que se escondía congelado en su mirada. Me
preguntaba las pesadas razones que le habían empujado a llegar a ese lugar,
lugar de silencios y adioses, de despedidas nunca pronunciadas y de
alucinaciones deterioradas en cada pensamiento. Que le habría hecho retirarse a
ese cementerio de personas errantes, que en este caso por mucho viento que
hubiera ni siquiera lo hubiese preguntado con esa ingenuidad fresca de aquel
que espera una respuesta perfecta, tallada ya en su capricho. Lo peor era que
no reunía el valor suficiente como para decirle nada, y entonces callaba y
callaba hasta tal punto que tan sólo escuchaba mi propia respiración que me
aprisionaba el, pecho y la vida, por no poder despegar los labios. ¿Por qué no
habré nacido instintiva?, sí, instintiva como todo lo que me rodeaba, lo cual
se desarrollaba sin permiso de nadie, y existe sin temor ninguno. Yo podría
haber sido aquella mujer que cada momento se paraba a mirar y la pintaba de mil
formas diferentes, distintas. ¿Quién sería ella? ¿Qué rastro tan profundo había
dejado en él que se reflejaba como una verdadera obsesión? No podía llegar a imaginar
su existencia sin ella, pero al mismo tiempo me escocía como una herida abierta
y poco curada. Pero, ¡qué más da! Nadie se muere de eso, ni siquiera de un
deseo, ¡qué más da! Pensaba yo. Pero sin embargo asomaba mi cuello por la
ventana, cuando todavía el Sol estaba escondido, para verle pasar con su
caminar solitario y su avena entre los labios. Me asomaba sin querer asomarme,
para posteriormente reprocharme mi estupidez y mi atrevimiento de violar algo
que tan sólo le pertenecía a él, que tan sólo él controlaba y gozaba con ello;
su imaginación. Algún que otro día el pensamiento se despertó más rápido que un
rayo y sin ser consciente hice intenciones de seguirle, de pisar otra vez sus
huellas, otra vez, antes que el viento. Pero entonces callaba y pensaba,
pensaba y callaba y me reprochaba, ¿por qué no habré nacido instintiva?
Instintiva, sin percatarme de las razones de mis actos, ni de mis movimientos,
para haber podido ser yo misma y haber podido abrir la boca y articular los
labios sin miedos ni temores.
Pocas
veces hablaba con él, permanecía inmóvil como si los días no dejaran surco en
la vida, como sino le importase envejecer
de aquella forma, como si la única razón comprensible de permanecer y
estar, fuera la observación de sus cuadros. En raras ocasiones me atrevía a
arrimarme a él. Cuando entraba a su casa, cuando atravesaba el umbral de su
puerta con la respiración entrecortada, sentía pánico de pensar que pudiera darse cuenta de mi
inseguridad ante su presencia. Entonces con un breve y musitado saludo
comenzaba a observarlo. Él siempre dejaba la puerta abierta y yo entraba como
una ráfaga de viento. Casi nunca me preguntaba las razones de mi visita, tan
sólo me sentaba e intentaba acaparar con mí mirada todo lo que nos rodeaba y
sobre todo y con mucho cuidado lo miraba cuando estaba completamente segura de
que él no se enteraría. Pero no sé por qué extraña razón siempre o casi siempre
se daba la vuelta bruscamente y fijaba su mirada en mí. Se había percatado, le
estaba observando. Esos momentos hubiesen sido perfectos para hacer cualquier
pregunta, sin embargo permanecía callada, él salía a la calle y yo me quedaba
acompañada por sus cuadros, acompañada por aquella mujer con piel de terciopelo
y vista perdida. ¡Qué más da! Pensaba, nadie se muere de esto, nadie es tan
estúpido como para dejarse llevar por un sentimiento. ¡Qué más da!
Pasaron
muchas noches, noches en las cuales yo repetía lo mismo. Asomaba el cuello por
la ventana y le observaba caminar, observaba como se perdía en la bruma de la
oscuridad. Pasado unos minutos sólo me imaginaba su silueta andando con su
avena entre los labios, me sentía triste, apenada, impotente, me sentía como
ese perro que no le quiere nadie porque es una molestia, porque hay que darle
de comer. Yo en aquellos instantes sentía hambre porque me sentía vacía, y me
repetía constantemente nadie se muere de eso. Nadie, aunque seas una naufraga
en alta mar, hay que saber llegar a la orilla se tarde lo que se tarde. Eso era
lo que yo buscaba, mi orilla, para estar allí y no moverme, pero aún me quedaba
mucho por nadar porque ni siquiera veía tierra a lo lejos .Una noche oscura
donde la Luna
había pedido permiso para marchar, salí a la calle y comencé andar por el
camino de cortadeiras. No tenía miedo, esa noche no lo vi pasar por la
callejuela y pensé que no había salido, pero cuando pasaron unos cuantos
minutos me di la vuelta y percibí su sombra enfrente de mí. Se acercó un poco y
sonrió con cierta complicidad, entonces yo continué andando tras él, recogiendo
sus huellas, perdiéndonos de esa manera en la noche. Nadie se muere de eso,
pero lo cierto es que yo después de ese momento creí enfermar por él. ¡Qué más
da! Pensaba, a lo mejor dentro de muchos años sea yo quien esté dentro de uno
de sus cuadros. Los días transcurrieron y como sin darnos cuenta los años
volaron. Después de todo este tiempo yo soy quien pinta cuadros. Soy yo quien
da pinceladas a un lienzo en blanco para intentar buscar su mirada en el
recuerdo.
Cierto
es que nadie ha encontrado ningún remedio para esto, pero dentro de esta
enfermedad que poseo cada día vuelvo a recordarlo dentro de mi nostalgia. Le vi
envejecer entre las cortadeiras y cada noche pisaba sus huellas y cada vez me
contagiaba más de esa dolencia, la cual nos hacia perdernos en la oscuridad. Nunca
supe quien fue aquella mujer de los cuadros, jamás encontré momento para
preguntárselo. Ahora comprendo que nadie se muere de eso, pero lo peor de todo
es quedar mutilado, o con las manos atadas y no poder hacer nada más que
permanecer quieto, y no poder vivir de la misma forma que antes porque ya
estas tocado. ¡Qué más da! Si nadie se
muere de eso, sin embargo yo enfermé de tristeza, nostalgia y deseo. Hubiese
preferido la muerte antes de enfermar por el pintor.
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