viernes, 3 de mayo de 2013

El pintor


 
Era que se era porque algo fue o por lo menos a mí me lo contaron así. Las realidades se pueden describir de muchas formas, de tantas que es muy difícil escoger la más adecuada. Ahora, después de todo estoy dispuesta a contar la historia. Sí, esa historia que a cada uno de nosotros nos duele y nos escuece cuando oímos relatar en voz alta. A mí me es indiferente, a mí me da igual pensar que todo me escuece, nadie se muere de un escozor y mucho menos de una añoranza. La nostalgia la puedes disfrazar con los trajes que quieras, hasta tal punto que la puedes engañar y persuadir, y hacerla ver que el dolor se encoge guardándose en lo más hondo. ¡Qué más da! Que ese dolor esté perenne si aprendes a vivir con él. La nostalgia la puedes aparcar a la sombra de cualquier árbol y allí mirarla detenidamente, esa es la nostalgia de cada uno, la cual dejamos medio abandonada en cualquier camino, o cualquier sendero dentro de la memoria. De eso nadie se muere, o por lo menos ningún medico pone remedio a tal escozor. Sería, tan sólo necesario unos polvos milagrosos para poder girar la vista hacia otro lado y olvidarte de esa añoranza que va incubando dentro todo aquello que menos deseamos sentir. Pero como he dicho antes, nadie se muere de eso, o por lo menos nos han enseñado a creerlo así, o eso me he hecho creer a mí misma. ¡Qué más da! Esta historia tiene un principio fácil de escribir, pero un final de esos que todavía ni la propia imaginación se ha puesto a estudiar, porque no existe tal final.

El viento corría veloz de un lado hacia otro, intentando quitarse de encima esa humedad del ambiente que en tantas ocasiones le hacia estornudar. Las nubes se tocaban entre ellas con delicadeza y perseguían a ese viento generoso que a todos alguna vez nos ha despeinado y nos ha hecho caminar más despacio. Él acostumbraba sentarse en una piedra, de forma de plancha metálica y allí como el que no quiere la cosa, susurraba para su adentro aquel escozor tan grisáceo que le hizo abandonar y huir, como el ser más cobarde  que nadie se haya podido echar a la cara. ¡Qué más da! Que sea cobarde, con quién tienes que medir fuerzas o a quién se tiene que demostrar que se es mejor que cualquier otro. Él podía ser cobarde, haber huido y haber escurrido esa nostalgia, pero sobre todo era él mismo a quien tenían que rendir cuentas. Todos los días transcurrían con la misma tediosa armonía que habían comenzado y él sentado en la piedra daba de comer a su añoranza, imaginando que así engordaría y terminaría por reventar y alejarse de ella. ¡Qué más da!. Lo que pensara él. Lo cierto es que siempre llevaría la misma sensación, el haber huido de algo que tal vez no tuvo que huir. Pero lo cierto es que a mí me es indiferente. Paseaba todos los atardeceres por un camino donde se alojaban cortadeiras con sus plumeros bailando, y donde el espacio se reducía por su frondosidad. Daba cortos pasos levantando una ligera capa de aire de polvo que disimulaba haber sido levantada, porque con la misma naturalidad se volvía a poner en el suelo, se escondía y yacía de nuevo. Él levantaba otra capa distinta de polvo y volvía a dar otro paso y otro y otro y así sucesivamente y así caminaba sin prisas, dejando sus huellas a merced de aquel que las quisiera seguir. Con las manos en los bolsillos y un pequeño tallo de avena entre los labios, miraba y miraba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Que puedo decir de él, sólo que recordaba el pasado con amargura y encogía el entrecejo para poder traspasar la barrera del tiempo y volver a vivir todo lo anterior, marcado por la pasión de no despertar jamás del sueño de la realidad. De vez en cuando giraba la cabeza hacia atrás y observando el camino pensaba que este era un  arenal que desembocaba hacia el mar, y buscaba las huellas de sus pies vagabundos. Se ponía a pensar en toda su existencia pasada y en un instante organizaba sus huellas antes que el insaciable viento pudiera con ellas. ¡Qué más da! Pensaba yo, que el viento o la lluvia o simplemente los años arrastren sus huellas, daba lo mismo porque nadie iría a verlas, porque ya nadie se acordaba de ellas.

Cuando regresaba a casa acostumbraba a revisar sus cuadros. Sí, él era pintor, pintaba cuadros de esos que sólo se reproducen en la memoria de cada uno. Cuadros repletos de colores, con alegrías que en muchos casos no se podían sentir. Yo me di cuenta que esos cuadros solamente los entendía él. Era un mundo secreto donde nadie podíamos entrar, donde solamente él poseía la llave. Esos cuadros donde más de una vez me impresionaron al verlos. Los disfrazaba con alegrías y disimulando su poder de creación dejaba la tristeza danzando entre el marco de cada uno de sus cuadros, entonces la garganta se me encogía y la carne de gallina florecía como una roja amapola en primavera. ¡Qué más da! Pensaba yo, nadie se muere de tristeza y mucho menos cuando está reflejada en un cuadro. Todo su arte eran retratos, y cómo no retratos de la misma persona, aunque con diferente gesto, con diferente mirada, en diferente momento. Reflejaba sus ojos oscuros mirando hacia cualquier punto, daba igual cual, simplemente miraba. Yo cuando los observaba me volvía bruscamente para averiguar hacia donde miraba ella, que punto del espacio quiso recoger él en tan pocas pinceladas, que instante o que sensación. Me enfadaba conmigo misma por no poder captarlo, pero sin embargo en la mirada de aquella mujer parecía haber un abismo, un hueco, de esos agujeros que temes introducir la mano porque tienes la impresión de que te vas a quemar. ¿Le quemarían a ella los ojos? ¿La mirada? O quizás era el espacio el que ardía. ¡Qué más da! Pensaba yo, da igual lo que arda. Estaba segura de que nunca me dejaría la llave para introducirme en aquel mundo, entre ese océano de colores y pinceladas. Nunca podría escurrirme por esos labios encarnados y saber todos sus movimientos, nunca me dejaría tocar aquel lienzo que parecía piel pegada en un cristal sin reflejos. Permanecía callada y mirando con mi pupila allí. Pupila cambiante que mientras recorría esa casa parecía estallar en silencios. Sin embargo permanecía deseosa que en cualquier momento me brindase la oportunidad de saber, y sobre todo la oportunidad de participar en tal caprichoso secreto. Estaba segura que en el fondo de todo esto la verdad le hacia libre.

Yo sin embargo, seguía pensando, nadie se muere de eso, nadie, si siquiera aquella persona que desea hacerlo, porque si por un casual nos pudiésemos morir de eso, el abandono de la raza humana sería total, tal total como un explosivo que tiende a estallar y saltar por los aires. Nadie se muere de sentimientos por muy puros que sean estos. Que tontería el pensar que a lo mejor, en un supuesto, el corazón sería como esa bomba, ¿cuándo estallaría? Nunca. La sociedad nos pondría otro,, bien de metal, bien de cerdo, pero muy por seguro nos pondría otro, para seguir generando ganancias e hipocresías, para permanecer, para ser fuerte, para salvar algo que ya está abandonado, hundido, destruido, derrotado. Nadie se suicida por nada, tan sólo cuando su mente, su pensamiento ha extraviado por error su orientación, pero nadie consciente se quita la vida por nadie. Es demasiado cara, hemos consumido bastante de la sociedad como para permitir irnos sin dejar beneficios a esta. ¡Qué absurdo! Nadie se muere sin permiso social, sin pensar que la aprobación de los demás es positiva. ¡Vaya que lastima, se ha muerto, pero cuántas cosas hizo, que buena persona era! ¡Cuánto trabajó! Eso el trabajo, la producción, el consumo, la locura, la sociedad errante aglomerada como una madera pesada, que nunca flota porque le faltan muchas cualidades para salvarse de las aguas de la ironía.

Ni siquiera el de corazón más blando adquiere la propiedad de fingir, de llorar por alguien, de lamentarse, de ser antinatural. ¿Qué sería del hombre sin sus costumbres sociales? Nada otro animal más en abandono, como un perro en periodo estival, cuando camina por una carretera, con las orejas en alto esperando un silbido que nunca llegará, y con la lengua fuera de pena y de vergüenza. Sí de vergüenza por haber querido a alguien, a un dueño a cambio de un hueso de las sobras del cocido. El hombre estaría igual o peor, porque nadie le daría un hueso, ningún trozo de carne, sólo la evolución, que le llevaría a darse cuenta de lo mucho que sabe y lo poco que entiende. Ese es el hombre racional e inteligente. Ese es el hombre que dejó atrás las tribus, las chozas y la caza con flechas para matarse lentamente en chozas de cemento y pilares. ¡Qué inteligencia!

Eso era lo que pensaba, pero que más da, si dentro de aquel gran secreto no me dejaba introducirme, ni siquiera permanecer y existir como una simple pincelada en cualquiera de sus cuadros. Incluso me hubiera conformado con ser una pobre sombra de fondo, de aquellas sombras que muy pocos ojos aprecian pero que sin embargo existen.

Los días continuaban siendo tan singulares como necesarios. Muchas tardes era yo quien con un pequeño tallo de avena simulaba ser él, entre las cortadeiras, para imaginar todo aquel mundo que se escondía congelado en su mirada. Me preguntaba las pesadas razones que le habían empujado a llegar a ese lugar, lugar de silencios y adioses, de despedidas nunca pronunciadas y de alucinaciones deterioradas en cada pensamiento. Que le habría hecho retirarse a ese cementerio de personas errantes, que en este caso por mucho viento que hubiera ni siquiera lo hubiese preguntado con esa ingenuidad fresca de aquel que espera una respuesta perfecta, tallada ya en su capricho. Lo peor era que no reunía el valor suficiente como para decirle nada, y entonces callaba y callaba hasta tal punto que tan sólo escuchaba mi propia respiración que me aprisionaba el, pecho y la vida, por no poder despegar los labios. ¿Por qué no habré nacido instintiva?, sí, instintiva como todo lo que me rodeaba, lo cual se desarrollaba sin permiso de nadie, y existe sin temor ninguno. Yo podría haber sido aquella mujer que cada momento se paraba a mirar y la pintaba de mil formas diferentes, distintas. ¿Quién sería ella? ¿Qué rastro tan profundo había dejado en él que se reflejaba como una verdadera obsesión? No podía llegar a imaginar su existencia sin ella, pero al mismo tiempo me escocía como una herida abierta y poco curada. Pero, ¡qué más da! Nadie se muere de eso, ni siquiera de un deseo, ¡qué más da! Pensaba yo. Pero sin embargo asomaba mi cuello por la ventana, cuando todavía el Sol estaba escondido, para verle pasar con su caminar solitario y su avena entre los labios. Me asomaba sin querer asomarme, para posteriormente reprocharme mi estupidez y mi atrevimiento de violar algo que tan sólo le pertenecía a él, que tan sólo él controlaba y gozaba con ello; su imaginación. Algún que otro día el pensamiento se despertó más rápido que un rayo y sin ser consciente hice intenciones de seguirle, de pisar otra vez sus huellas, otra vez, antes que el viento. Pero entonces callaba y pensaba, pensaba y callaba y me reprochaba, ¿por qué no habré nacido instintiva? Instintiva, sin percatarme de las razones de mis actos, ni de mis movimientos, para haber podido ser yo misma y haber podido abrir la boca y articular los labios sin miedos ni temores.

Pocas veces hablaba con él, permanecía inmóvil como si los días no dejaran surco en la vida, como sino le importase envejecer  de aquella forma, como si la única razón comprensible de permanecer y estar, fuera la observación de sus cuadros. En raras ocasiones me atrevía a arrimarme a él. Cuando entraba a su casa, cuando atravesaba el umbral de su puerta con la respiración entrecortada, sentía pánico de  pensar que pudiera darse cuenta de mi inseguridad ante su presencia. Entonces con un breve y musitado saludo comenzaba a observarlo. Él siempre dejaba la puerta abierta y yo entraba como una ráfaga de viento. Casi nunca me preguntaba las razones de mi visita, tan sólo me sentaba e intentaba acaparar con mí mirada todo lo que nos rodeaba y sobre todo y con mucho cuidado lo miraba cuando estaba completamente segura de que él no se enteraría. Pero no sé por qué extraña razón siempre o casi siempre se daba la vuelta bruscamente y fijaba su mirada en mí. Se había percatado, le estaba observando. Esos momentos hubiesen sido perfectos para hacer cualquier pregunta, sin embargo permanecía callada, él salía a la calle y yo me quedaba acompañada por sus cuadros, acompañada por aquella mujer con piel de terciopelo y vista perdida. ¡Qué más da! Pensaba, nadie se muere de esto, nadie es tan estúpido como para dejarse llevar por un sentimiento. ¡Qué más da!

Pasaron muchas noches, noches en las cuales yo repetía lo mismo. Asomaba el cuello por la ventana y le observaba caminar, observaba como se perdía en la bruma de la oscuridad. Pasado unos minutos sólo me imaginaba su silueta andando con su avena entre los labios, me sentía triste, apenada, impotente, me sentía como ese perro que no le quiere nadie porque es una molestia, porque hay que darle de comer. Yo en aquellos instantes sentía hambre porque me sentía vacía, y me repetía constantemente nadie se muere de eso. Nadie, aunque seas una naufraga en alta mar, hay que saber llegar a la orilla se tarde lo que se tarde. Eso era lo que yo buscaba, mi orilla, para estar allí y no moverme, pero aún me quedaba mucho por nadar porque ni siquiera veía tierra a lo lejos .Una noche oscura donde la Luna había pedido permiso para marchar, salí a la calle y comencé andar por el camino de cortadeiras. No tenía miedo, esa noche no lo vi pasar por la callejuela y pensé que no había salido, pero cuando pasaron unos cuantos minutos me di la vuelta y percibí su sombra enfrente de mí. Se acercó un poco y sonrió con cierta complicidad, entonces yo continué andando tras él, recogiendo sus huellas, perdiéndonos de esa manera en la noche. Nadie se muere de eso, pero lo cierto es que yo después de ese momento creí enfermar por él. ¡Qué más da! Pensaba, a lo mejor dentro de muchos años sea yo quien esté dentro de uno de sus cuadros. Los días transcurrieron y como sin darnos cuenta los años volaron. Después de todo este tiempo yo soy quien pinta cuadros. Soy yo quien da pinceladas a un lienzo en blanco para intentar buscar su mirada en el recuerdo.

Cierto es que nadie ha encontrado ningún remedio para esto, pero dentro de esta enfermedad que poseo cada día vuelvo a recordarlo dentro de mi nostalgia. Le vi envejecer entre las cortadeiras y cada noche pisaba sus huellas y cada vez me contagiaba más de esa dolencia, la cual nos hacia perdernos en la oscuridad. Nunca supe quien fue aquella mujer de los cuadros, jamás encontré momento para preguntárselo. Ahora comprendo que nadie se muere de eso, pero lo peor de todo es quedar mutilado, o con las manos atadas y no poder hacer nada más que permanecer quieto, y no poder vivir de la misma forma que antes porque ya estas  tocado. ¡Qué más da! Si nadie se muere de eso, sin embargo yo enfermé de tristeza, nostalgia y deseo. Hubiese preferido la muerte antes de enfermar por el pintor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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