viernes, 3 de mayo de 2013

Mientras el trébol duerme


 

22 de Julio de 1938
 

Si no supiera que puedo morir no escribiría ninguna línea. España llora y con ella mis ánimos se dejan caer en el suelo. En un suelo que parece sucio y pobre. Está rojo. Todo parece tener un precio y mi vida es barata.

Hace calor. Todos duermen, o por lo menos eso parece. Mis miedos me ahogan la garganta y me dejan sin saliva.

Esta tarde estuve en Mequinenza, lo vi de refilón, como cuando el aire te sopla el pelo. Hubo un momento que pensé que estabas aquí, destapando mis ojos y dejándolos libres de dudas. Me hubiese gustado que oliesen el aire húmedo del Ebro. Todavía es fresco, aún se puede tocar. Pasamos por una finca que los almendros estaban cargados de frutos. Me vino a la boca el sabor de tus labios y pensé que me volvía loco, loco de miedo, loco de ganas de escupir el dolor de ver morir, de ver una tierra enrojecer y darse la vuelta como si fuese su color original.

Estoy en el XV Cuerpo del Ejército, en la División 35, al mando de Manuel Tagüeña. Aquí todo el mundo parece saber lo que se hace, nadie comenta nada y las horas parecen desfilar como fantasmas por delante nuestro, burlándose del recuerdo y de la tristeza de cada uno. Nadie parece tener miedo de los días que nos esperan, de lo que puede suceder, de que este aroma suave y fresco del Ebro se torne lóbrego y denso, y no seamos capaces de salir del fango por salvar algo que no sé muy bien si hay que salvar.

España se arrodilla Milagros y yo con ella. Me arrodillo de temor y de nostalgia, de angustia y de añoranza, de pensar y pensar en aquellas tardes en los Olivos, de aquellas tierras agostadas al final del verano, con ese olor a campo que me llegaba dentro y me dejaba sólo en un pensamiento único. Vivir.

Tengo veintidós años y no tengo nada, y lo peor de todo es que no sé si lo voy a tener. Hay días que me miro en el espejo y me veo más mayor que nunca, con arrugas y con la cara deformada, cierro los ojos y lo veo todo rojo, oscuro, y el sabor de mi boca se hacer amargo. El frío cala mis huesos y es cuando despierto del todo y me doy cuenta que estoy frente al barracón, que hace días que no me aseo en condiciones y que mi ropa está sucia y pasada. Me miro las manos y me escuecen por dentro, tengo que lavarlas antes de que sepa que han podido hacer algo malo. No valgo para esto Milagros. Tengo miedo en el alma y no sé cómo decirlo, ni cómo disfrazarlo para que no se den cuenta. El Ebro me ahoga, me parte en dos, como a España, como a mis manos que se retuercen de dolor, como a las hojas del trébol que están partidas hasta el fondo.
Hay noches que no quiero imaginar qué pueden pensar aquellos más jóvenes. Han alistado a niños, a niños que se muerden las uñas de pánico y de impotencia, de no saber dónde van a dejar sus lágrimas cuando no encuentren el delantal de su madre.
Esta noche, todo me viene a la cabeza y tengo que ordenarlo, tengo que dejar claro qué estoy haciendo aquí, escribiendo mientras el trébol duerme sus hojas y las deja caer con un dominio maestro. Tengo que pensar que mañana el día olerá distinto y mis ánimos estarán más hundidos que nunca. Tengo que saber que el tiempo que me quede por estar aquí pasará lento y amargo. Se me secará la garganta de golpe y las manos se arrugaran como pasas, pero tengo que pensar que detrás de este cuadro que se dibuja confuso y feo estás tú.

Mi madre me dijo que pensara en los días que teníamos comida y el viento soplaba suave en la ladera, que pensara que hubo momentos mejores y que posiblemente se volverán a repetir. Mi madre sabía lo que se decía Milagros, me daba ánimos para hacer algo que sabía de sobra que no iba a poder hacerlo. Ahora, esta noche me gustaría estar delante de ella y decirla que la vida es otra cosa, que no puede perder el tiempo en oler el frescor del Ebro, mientras se marchita mi vida. No puedo estar sentado en un puñado de tierra que no la tomo como mía y que me da miedo cogerla, que no puedo mirar con mis ojos a las personas que caminan por la calle y tener en la cara escrito un texto que no pueden leer.
Nos están engañando Milagros, después del aislamiento de Cataluña todavía se creen capaces de algo, de cambiar lo que ya está hecho, de llegar donde nadie ha llegado, de morir por algo que no sabemos y de volver a ver el suelo rojo y el cielo gris.
El viento huele a pólvora y España hunde su orgullo en el recuerdo de tiempos mejores, de volver a lo que éramos, de recuperar algo que se ha sentido perdido de hace años. Tengo que confesarte Milagros que el tiempo es monótono y cansino, y que creo que todavía quedan muchos días para que pueda escribirte otras cosas.
Mira a ver si puedes ver a mi madre y decirla que estamos amarrados a la orilla del Ebro esperando órdenes, pero que la cosa pinta un poco fea y que posiblemente nos quedemos aquí hasta pasados unos días. No la comentes nada de mi miedo, no podría imaginármela haciendo su mueca de mitad sonrisa para tornarse de pronto en un llanto cansino que te corta la respiración.
No quiero que moje la pestaña tan pronto. Ya tendrá días de sobra para hacerlo. No la digas nada, no comentes nada. Sólo piensa que cada noche que salgas al balcón y el trébol duerme, estaré a la orilla del Ebro, respirando el frescor de un nuevo día.
Han pasado muchos años desde que el papel de esta carta llegó a mis manos. Hoy está amarillento por el paso de todo, ya no solamente por el tiempo, sino también por la vergüenza, la ironía y el olvido de muchos.
Soy una anciana con un solo recuerdo en mi mente. El Ebro. Fui a Zaragoza hace unos años en compañía de mis hijos y no tuve más remedio que mirar a este majestuoso río como se merece. Con admiración y sorpresa.
Me pareció verle allí, con su espalda recta intentando disimular el miedo a todo y las ganas de vivir sabiendo que no lo iba a hacer. Culpé a mi edad, culpé a mi dolor y a mi rencor.
Aprendí a que tenía que tejer mi vida con otra lana para poder arroparme de la vida como fuese, pero nunca imaginé que seguiría sintiendo frío.
Mi silencio ha sido muy sonoro y no he tenido la oportunidad de decirle a nadie que quizá se confundieron y dejaron escapar algo más valioso, vivir.
No culpo a nadie. Todos somos culpables de algo que ya no se puede cambiar, sólo se puede recordar y aprender. Mis hijos me dicen que el tiempo hace que las heridas curen, pero no saben, como es normal por su juventud, que nunca desaparecen, siempre están ahí, como un recordatorio dentro de cada uno que te hace sentir diferente. Yo soy diferente. He sentido frío a lo largo de toda mi vida, y mi recuerdo se quedó helado el 22 de Julio de 1938. Para mí no hubo deshielo, era imposible. 

 

Hoy es 15 de Agosto de 2007, he paseado por un corto espacio de tiempo por las tierras agostadas y me ha venido a la garganta el sabor de la almendra. Sólo me queda esta noche volver ver dormir al trébol, porque mientras que él duerme el 22 de Julio del 38 se hace cada vez más cercano y sólo me queda esperar sentir el frescor de un nuevo día.

 

 

 

 

 

 

 

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