Se descorren las cortinas que no dejan ver, tras los
cristales, no hay más que un harapiento que camina sin pies; soy yo, la sombra
murió en el primer latigazo de vergüenza. Puede ser el camino un lugar donde
abandonar la maleta y soltarse el pelo. Cenizas que cubren las manos y hacen
siluetas de imágenes. Tengo que morir de las mejores formas, llevándome a la
vida conmigo, y que cosquillé, de nuevo, las ganas de estar. Son espinos los
que tapan mis dedos, y ha sido una sábana de cadenas quienes han atado mi
dolor.
Quizá me haga años, y alguien despierte la letanía envejecida
para recordar el asombro de un momento. Oigo al otro lado del muro, donde las
gaviotas se llevan mis huesos y me recuerdan que la felicidad es un tatuaje
donde descansa la piel. Hambrienta, estoy hambrienta, y aun así digo que sobre
el castigo y el abandono no se puede comer, mientras los otros se mueren de
miseria, y son los nidos mudos quienes sacian mi calor, y espolvorean el sentido
en locura pasajera. Hoy no ha amanecido, mi tenacidad es una marioneta haciendo
mimo sin público. Nadie deja ninguna moneda, que pueda socorrerme de la
innecesaria forma de caerme. Nunca debería haber nacido, y pisar una tierra que
no es mía. Que resuciten los tiempos pasados para morir en mi nacimiento y no
estar nunca.
He perdido; un batallón de congojas viene dispuestos a
llevarse lo único que tengo, la esperanza que mis ojos mañana vean otra
acuarela, en este cuadro de irrealidades
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