miércoles, 31 de julio de 2013

Lo que cuesta nacer todos los días.


Se descorren las cortinas que no dejan ver, tras los cristales, no hay más que un harapiento que camina sin pies; soy yo, la sombra murió en el primer latigazo de vergüenza. Puede ser el camino un lugar donde abandonar la maleta y soltarse el pelo. Cenizas que cubren las manos y hacen siluetas de imágenes. Tengo que morir de las mejores formas, llevándome a la vida conmigo, y que cosquillé, de nuevo, las ganas de estar. Son espinos los que tapan mis dedos, y ha sido una sábana de cadenas quienes han atado mi dolor. 

Quizá me haga años, y alguien despierte la letanía envejecida para recordar el asombro de un momento. Oigo al otro lado del muro, donde las gaviotas se llevan mis huesos y me recuerdan que la felicidad es un tatuaje donde descansa la piel. Hambrienta, estoy hambrienta, y aun así digo que sobre el castigo y el abandono no se puede comer, mientras los otros se mueren de miseria, y son los nidos mudos quienes sacian mi calor, y espolvorean el sentido en locura pasajera. Hoy no ha amanecido, mi tenacidad es una marioneta haciendo mimo sin público. Nadie deja ninguna moneda, que pueda socorrerme de la innecesaria forma de caerme. Nunca debería haber nacido, y pisar una tierra que no es mía. Que resuciten los tiempos pasados para morir en mi nacimiento y no estar nunca.

He perdido; un batallón de congojas viene dispuestos a llevarse lo único que tengo, la esperanza que mis ojos mañana vean otra acuarela, en este cuadro de irrealidades

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